Por unos segundos, el placer se transformó en miedo, mientras veía cómo él reemplazaba el condón usado por uno nuevo, vaciaba una generosa dosis de gel en la palma de la mano y embadurnaba su polla con la sustancia. Pensé en poner fin al juego, pero la mirada de ella me disuadió.
Sus ojos estaban cargados de ansias animales, de deseo puro, de sed de amorosa venganza por todas las veces que yo la había sodomizado en el pasado… Me hipnotizaba. Siempre lo hace. Y lo sabe.
Tan perdido estaba en sus ojos que no me percaté de que el hombre se había situado detrás de mí. De que, con exquisito cuidado, me colocaba a gatas sobre las sábanas… De que separaba mis nalgas y me lubricaba, abriendo el camino que lleva a mi culo.
Pese a que hace rato que dejé de masturbarme, las primeras gotas están manando de mi pene, y refulgen al contacto de las primeras luces del alba. Es demasiado.
Y demasiado fue su miembro empalándome poco a poco, centímetro a centímetro, entrando en mí con tal fuerza que me obligó a clavar las uñas en el colchón. No podía dejar de mirarla.
Su polla, gruesa y dura, abrió mi ano hasta que no pudo penetrar más, pero fue suficiente. El indescriptible dolor de los primeros instantes dio paso a un torrente de placer absoluto cuando alcanzó el punto. Ese punto.
Aquel en el que el control sobre uno mismo se esfuma, y sólo queda el abandono, el gozo supremo, la nada en forma de placer. Me folló sin preocuparse por mí, evolucionando de la suavidad inicial a una violencia que, como a ella, a punto estuvo de terminar conmigo en el suelo de la habitación. Un fino hilo de semen comenzó a manar de mi propio pene, mojando unas sábanas ya arruinadas, pero ella corrió a situarse debajo de nosotros, procurando no interferir en las embestidas que el hombre me propinaba.
Su polla en mi culo, y la mía siendo succionada por los labios de ella, no tardaron en llevarme al orgasmo. Grité, aullé, les supliqué que parasen y que siguiesen a un tiempo… Y me vacié por completo, vomitando cada gota de semen de mi cuerpo, llenando la boca de mi mujer mientras me sobrevenían unos temblores y una flaqueza incontrolables, hasta que caí de lado, abandonado de todo y de todos.
Como entonces, ahora me estoy corriendo. Chorros de líquido blancuzco, cremoso y cálido, manan a presión de mi cuerpo y caen sobre mi pubis, mi vientre, mi pecho. No he podido contenerme más.
No al recordar los últimos instantes de nuestro trío. Porque allí, tendido a un lado, agotado y con la mirada turbia por el extremo placer experimentado, vi, como entre nieblas, a ella situándose sobre el hombre, ya boca arriba y aún enhiesto.
Esta vez fueron los ojos de él los que quedaron imantados por su mirada, al tiempo que ella retiraba el condón y, con una lentitud deliberadamente enloquecedora, se introducía sus testículos en la boca y chupaba, jugando con ellos, mientras una de sus manos se cerraba en torno a aquella gloriosa polla y la movía de arriba abajo, cada vez más deprisa, cada vez más fuerte… Él no tardó en sufrir tanto como había sufrido yo, a gemir, a suplicar… Hasta que, con un gritito desesperado, advirtió de que ya no podía resistirlo.
Su semen salió despedido en un flujo amplio, cónico, en aspersión, que se habría derramado por toda la cama… Si la boca de mi mujer no se hubiese colocado a toda prisa sobre ella, sin llegar a rozarla, pero en perfecta posición para recogerlo todo. Bebió y bebió durante unos pocos segundos que, sin embargo, simularon ser eternos, y limpió el pene del hombre a conciencia, hasta que ninguno de los dos, agotados y satisfechos, fue capaz de hacer ni un solo gesto más.
Fue entonces cuando ella, abrazada a las piernas del hombre, posó su cabeza sobre el pubis sudoroso, se encogió ligeramente… Y me dedicó una mirada de gratitud y amor infinitos.
Vuelvo a sonreír, sintiéndome débil y feliz a un tiempo, contento por los descubrimientos que he podido hacer esta noche. El alcance del placer en un hombre. El alcance de la felicidad por la generosidad con la persona amada.
El alcance del amor.