Las esperas. Que desesperan. Que crispan. Que impacientan. Que matan. Provocan incertidumbre. No sabes si haces bien o mal. No ves el final del camino. Hay gente que deja de esperar, se cansan. Los hay que esperan toda la vida algo que no llega. Y los hay que con esperar diez minutos llegan a su línea de meta. 

Hay esperas especiales. Como los segundos antes de dar el primer beso. Los nervios. Las miradas furtivas a los labios. El corazón acelerado. La inseguridad ¿Querrá? ¿Me quitará la cara? Nunca se sabe, hasta que no actúas. 

Las esperas de cama. La mano que acaricia sutil el cuerpo sin tocar la piel. Esas ganas de arrancar la camiseta del otro que se camuflan en paseos por los estampados de su camiseta. Las manos que te agarran fuerte y te atraen. Que no te dejan escapar. La erección que asoma tras unos pantalones abultados. La piel erizada solo con el aliento que choca contra el cuello. Cálido. Húmedo. 

Las sábanas frías. Los cuerpos calientes. La ropa seca. La piel húmeda. La sensación de estar en casa al notar su pecho contra el tuyo. Tanto tiempo. Tanta espera. La saliva sin dueño. El sudor que pasa de su frente a tu cara. Que cae como el agua de la lluvia a un río seco. Sus dedos que se pierden dentro de ti. La espera del orgasmo. Te retuerces. Su risa, porque está consiguiendo lo que quiere, sin saber él que tú ya lo habías conseguido en el momento en el que te dijo «¿Te paso a buscar?». 

Su espera termina contigo de rodillas. Porque tus ojos son los que le hacen dejarse llevar. Aunque no lo diga, hay cosas que son imposibles de esconder. Y tú allí, queriéndolo hacer más tuyo que suyo. Que con las manos recorres su cuerpo y guardando en tu memoria cada lunar que se dibuja como un cuadro abstracto sobre su piel. 

Las miradas, las esperas que se dan entre miradas… meditando. Tu mente no quiere que se esfume este momento, tu cuerpo suplica por una sacudida que haga temblar los cimientos de tu razón. No hace falta hablar. Tus ojos se lo piden a gritos. Él sabe leer entre líneas. Te coge, como una muñequita, te tumba. Y esperas. Esos segundos notas la taquicardia en el corazón y palpitaciones allí, donde necesitas que él te encuentre. Nariz con nariz. Miradas cruzadas. Él entra. Tú gimes. Los dos os agarráis. Ya no se sabe quien es quien, nada es de ninguno pero todo os pertenece. Os miráis, os habláis. Tú lo quieres. Él… no lo sabes, esperas. Y llega el orgasmo. Notas como se va, como se deja ir. Como se apoya contra ti. Y como lo abrazas. Mirando al techo deseando vivir en este momento para siempre. Él no te va a dejar así, sin orgasmo. Baja, despacio sin dejar de mirarte. Te muerde los muslos, trazando una línea que poco a poco llega a tu centro de placer. Y lo besa, lo cuida, lo chupa. Tú ya no eres tú. Le tiras del pelo, le mueves la cabeza. Gritas. Te corres. Se acaba. Lo miras. Sonríe… y te besa.

Las horas pasan entre charlas absurdas y bromas de manos. Historias de las que deberían permanecer ocultas y corazones que se abren en contra de nuestra voluntad. Amanece. Por alguna extraña razón ese es el fin. Lo miras. La luz del Sol lo hace brillar. Sus ojos tristes, sus dientes desordenados. Reluce. 

Te despides. Se va, haciéndote burlas desde el coche. Y tú vuelves a la casilla de salida. A las esperas. Por un mensaje, una foto, una quedada, un amor. Porque llevas esperando mucho tiempo. Porque aunque no quieras lo sigues esperando. Porque sabes que es él. Porque te hace sentir viva. No sabes si te merece la pena. Ni siquiera quieres esperarlo. Pero no lo puedes evitar. Y aunque lo olvides y pasen los años, siempre que lo veas, aunque sea de lejos cantándole a los amaneceres se te removerá todo por dentro. Y todo esto lo piensas viendo como se va. Mientras te rompes… ¿Hasta cuándo estás dispuesta a esperar? ¿Y a luchar? 

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