Quédate en casa para no volver a sentirme solo. Hace ya días que ni me atrevo a salir por la puerta para impedir que el virus entre conmigo. La nostalgia se ha adueñado de cada pared y recorro las habitaciones como un alma el pena con el recuerdo de tu aroma impregnado en el sofá. Ese fue el primer hogar de nuestra pasión, aquella burda excusa de que vinieras para ver una película con mantita y helado. ¿A quién quería engañar? Aunque estaba claro que no pondrías pegas a mi inocencia.

Todo comenzó en ese salón en el que nuestras piernas se rozaban minutos antes de que cada milímetro de nuestra piel se uniera por primera vez. No sé qué tiene ese viejo tresillo, que aúlla cada vez que te pones sobre mí y diriges tú la operación como tanto te gusta, para haberse convertido en nuestro lugar favorito. Hay mil anécdotas entre esos cojines, que recoloco ahora para estar cómodo las muchas horas diarias que paso ahí tirado. Me digno a cambiar de postura de vez en cuando, algo que también me atormenta porque me evoca tu hiperactividad sexual que yo seguía encantado. «¿Por qué no probamos…?», decías, y me llevabas a innovar . Nos aplicábamos el «Quédate en casa» sin pandemias mediante.

Tampoco esa pequeña terraza se libró. Vale que apenas cabíamos y que medio vecindario podía vernos en ese patio interior, pero nos atrevíamos a meternos mano, a apartarte las bragas mientras me colocaba de pie detrás de ti haciendo como que mirábamos las pésimas vistas que ofrecía ese bloque. Cómo te mordía el cuello o la oreja cuando te penetraba a fondo. Ahora solo me asomo para regar esa petunia que nos regalaron mis padres y para que mi apestosa ropa de deporte se oree al sol.

Quédate en casa
Quédate en casa. | Foto: Pinterest

Por no hablar de la cocina. Tantas mañanas apurando el café y engullendo las tostadas en el ascensor porque me atrapabas entre tus piernas. Tantos sustos cuando venían nuestras familias en Nochevieja y tú y yo coincidíamos en el vaivén de platos. Cuántas veces tanteé tu vestido para comprobar que lo de la ropa interior, ni siquiera roja, no iba contigo. O cuando la vitrocerámica se volvía loca cuando te sentaba sobre ella mientras me desatabas la camisa.

Cuando deambulo por el pasillo, para cumplir mi parte del trato que acordamos de dar 10.000 pasos al día, recuerdo cómo te agarraba de la mano para ir corriendo a la habitación para rematar lo que comenzó en el portal y continuó en el ascensor. Esa cama en la que hemos hecho de todo en esa habitación cuyo suelo estará para siempre rayado de todas las veces que desplazamos las patas del somier a base de sexo bestial. Allí descubrí que los juguetes sexuales eran complementos y no competencia. Ahora duermo solo, tengo sexo solo y despierto solo con un denominador común: tu recuerdo y tu ausencia.

Cada «Quédate en casa» que leo en el periódico, veo en la televisión o escucho en la radio es una puñalada. «Quédate en casa» es una orden dolorosa cuando no estás aquí para pasar más tiempo desnudos que vestidos. Ahora tú ya no estás aquí y pasas la vida encerrada. También en una cama, pero de hospital. El coronavirus nos ha alejado, el techo se me cae encima y el miedo a perderte, a perdernos, me atenaza.

Por ti, por mí, por los demás. Quédate en casa.

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