Esa primera noche, reunidos en torno a la mesa del club swinger en el que nos habíamos conocido, mi miembro, erecto como una viga y húmedo hasta lo incómodo, a punto estuvo de reventar el pantalón, una vez el matrimonio hubo terminado el relato del primero de sus tres acuerdos. Y no sabría decir si agradecí o lamenté que su narración se interrumpiese en ese punto. Una pareja de veinteañeras, al parecer conocidas de Óscar y Mabel, se acercaron a nosotros y, tras intercambiar saludos y un par de chanzas, «secuestraron» a mis acompañantes para llevarles al piso inferior, equipado con un enorme tatami en el que, al parecer, estaba teniendo lugar una orgía de proporciones colosales. Esperé tranquilamente una hora y media, tan sumido en el recuerdo de lo recientemente sabido que mi propia acompañante – una amiga de la infancia fascinada, como yo, por el placer que el mundo liberal prometía -, harta de que ignorase sus sucesivas peticiones de sumarnos a alguno de los juegos sexuales colectivos que tenían lugar en el local, terminó renunciando al esfuerzo, y optó por ponerse en brazos de cuatro jóvenes, dos hombres y dos mujeres, que ansiaban atarla a una cruz de madera y someterla a una sesión introductoria en el arte del BDSM.

Por fin, un Óscar despeinado, vestido solo con vaqueros e impregnado en el inconfundible aroma del sexo, subió del tatami, pidió al camarero un botellín de agua fría, se acomodó a mi lado de nuevo y, tras disculpar a su esposa, que continuaba gozando de la orgía, retomó el relato.

La réplica a la fantasía cumplida de Mabel llegaba el 11 de julio, fecha del cumpleaños de Óscar. Como en el caso de su mujer, a él le excitaba la idea de ver sometida a Mabel, pero el suyo era un anhelo un tanto… Diferente. Compartía con el de ella su propia ausencia del juego y el protagonismo de terceras personas, pero él no deseaba cobrar por ello, ni conformarse con que su pareja fuese el fruto del gozo de otra única persona. No, no… Los días en que a Óscar le correspondía imponer sus deseos, su mujer, con los ojos vendados y enclaustrada en la pequeña habitación de invitados de la casa de Gijón, era ofrecida una y otra vez a varios hombres, solos o en grupo, desde la mañana hasta la medianoche.

De nuevo, por prudencia y respeto, no se dejaba llevar por la improvisación; se cuidaba de pedir la jornada libre en la empresa y, por supuesto, días antes acometía la debida criba, él sí que en las plataformas digitales disponibles, escogiendo a un máximo de siete candidatos, a los que informaba de las reglas del juego desde el primer momento. Sus predilectos eran los «empotradores», amantes de probada experiencia en el sexo, pues, en última instancia, su fantasía consistía en que Mabel, «usada» reiteradamente a lo largo de horas, llegase al extremo de sentirse morir de puro placer. Por descontado, la higiene y el saber estar eran imprescindibles; y, a diferencia de lo sucedido a Mabel, a Óscar no le sorprendió constatar que el aluvión de candidatos era generoso.

Le colocaba delicadamente la venda sobre los ojos, | Fuente: Flickr.com

Cada 11 de julio, el despertador sonaba a las ocho y media de la mañana. La pareja amanecía junta, desayunaba junta, se duchaba y aseaba junta… Pero solo Óscar se vestía. Mabel, con su cuerpo aún húmedo tras el aseo, el denso pelo negro pegado a su rostro, ocultando la ansiedad y el miedo que siempre la embargaban, se arrodillaba frente a su marido, que, tras unas breves y sinceras palabras de amor susurradas al oído, le colocaba delicadamente la venda sobre los ojos, la tomaba en brazos y la llevaba al cuarto de invitados, donde la ataba a la cama con suaves cuerdas forradas de seda, especialmente encargadas para aquellas ocasiones.

A partir de ese momento, los elegidos podían acudir a la casa tantas veces como quisiesen. Óscar les ofrecía café y refrescos – nunca alcohol -, algo ligero para comer y reponerse, su ducha… Y a su mujer. En cada nueva visita, él se sentaba en la silla que, junto con la cama, conformaba el único mobiliario de aquella estancia, y, sin desnudarse, veía a Mabel poseída una y otra vez, por un único amante o por varios simultáneamente. Empalaban su coño y su ano, la obligaban a acoger en su boca falos de los tamaños y formas más variados, eyaculaban dentro de su culo, orinaban sobre su espalda… Solo el maltrato físico estaba expresamente prohibido.

Y ella aullaba de puro placer, suplicaba más y más semen mientras bebía de aquellos miembros desconocidos, parecía partirse por la mitad al arquearse cada vez que su vagina vomitaba chorros de flujo… A veces, especialmente, cuando una polla demasiado gruesa trataba de horadar su ano, pedía, con tono serio y firme, que el sodomita se detuviese, echase más lubricante o la penetrase más despacio; ellos obedecían sin rechistar, mientras Óscar, a menos de un metro, no perdía detalle. A veces, cuando ya no podía resistirlo más, abría la bragueta de su pantalón, extraía su falo enhiesto y se masturbaba con violencia hasta derramarse sobre su propia ropa.

Llegada la medianoche, cuando el último amante abandonaba la casa, desataba a Mabel, le retiraba la venda, la tomaba en brazos y, entre besos y miradas de mutua gratitud, la llevaba de nuevo a la ducha. Las consecuencias de aquella segunda revelación no se hicieron esperar, y de inmediato tuve que pedirle a Óscar que me disculpase y correr al baño, que estaba en la planta inferior. Al pasar frente a la puerta del tatami, del que manaba una cacofonía de gemidos y gritos de gozo emitidos por una treintena de gargantas, vi una masa informe de cuerpos entrelazados, enredados en una bacanal bestial en la que hombres y mujeres eran difíciles de diferenciar.

Aquella visión fugaz no me permitió distinguir a Mabel, pero tampoco me hizo falta. Las palabras de Óscar, absolutamente frescas en mi memoria, bastaban para que pudiese imaginarla en el centro de aquel océano de placer, tal vez con su rostro hundido en el sexo palpitante de una de aquellas veinteañeras lesbianas, mientras un hombre desconocido de grueso pene taladraba su húmedo coño, más y más adentro en cada embestida, con las manos asiendo sus finas caderas, y sus recios tobillos inmovilizando aquellos pies delicados, tremendamente femeninos, en los que no había podido evitar fijarme tras el saludo inicial.

Continuará. Autor: @borja.pino

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Un comentario en «Dos entre la multitud (II)»

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