Por ser hoy 1 de noviembre, día sucesor a la noche de los muertos, os traemos un reportaje dominical muy especial, donde el escalofrío se mezcla con el sexo y con la truculencia de la mente de un hombre inigualable. Nuestro protagonista tendría que comprar muchas flores para embellecer las tumbas de las mujeres a las que mató. Las víctimas de esta versión masculina de ‘viuda negra’ se cuentan por centenares. H.H Holmes es el nombre, y ésta, su historia:
A mediados del siglo XIX nacía en Gilmanton, New Hampshire (Estados Unidos), uno de los hombres más sádicos de la historia. Bajo el yugo de unos padres opresores, Holmes creció a base de palos, como el mismo dice en uno de sus escritos: «Si era necesario, subrayaban sus palabras con el empleo de una vara sin ahorrar esfuerzo», el hombre que llegaría a ser el mayor serial killer de toda su centuria, fue en su día un niño tranquilo, solitario, introspectivo y por encima de todo, original.
Desde muy pronto le sedujo la vida alternativa, admiró a los grandes ladrones y matarifes que se ganaban el pan de forma rápida y arriesgada, en contraposición con el trabajador humilde, atado a un contrato. Decidió estudiar Medicina en Boston, Massachusetts (Estados Unidos), pero pronto fue expulsado por robar cadáveres a los que sacaba una gran rentabilidad colocándolos en incendios y cobrando indemnizaciones alegando que era familiar del fallecido.
Sus dotes de rompecorazones empezaron a ser patentes con tan solo 18 años. Holmes no dejaba de ser un tipo guapo, viril e interesante. En la Universidad de Michigan terminó sus estudios de Medicina, costeándoselo con el dinero de una joven rica con la que esposó y a la que más tarde arruinó. Tras separarse, encontró trabajo en Nueva York para marcharse a Chicago apenas un año después. Allí encontrará la ciudad perfecta donde llevar a cabo sus macabros planes.
Holmes es considerado como el primer asesino en serie de Estados Unidos
En la ciudad más importante de Illinois volvió a cautivar a una mujer crédula. Sus aires de hombre culto, siempre con sombrero, con un sombrío y atildado bigote, le conferían un aura misteriosa y apetecible, apetecible de conocer y de llevar a la cama. Así consiguió atraer a una farmacéutica viuda que le cedió sus posesiones antes de contraer matrimonio. Unos meses después de llevar juntos el negocio, Holmes decidió quitársela del medio, a ella y a su hija, troceándoles en el almacén y desparramándoles en el basurero municipal. Alegando una marcha repentina de su mujer al oeste, despachaba a los clientes más preguntones. Holmes, además de un Don Juan, se estaba conviertiendo en un cazafortunas, asesino y perfecto mentiroso.
El año 1893 sería el año de la consagración del andoba. La Exposición Internacional llegaba a su ciudad adoptiva, un evento único que traería consigo hordas de turistas, comerciantes y simples curiosos. Con lo recaudado en la farmacia, Holmes puso en marcha la idea que le granjearía la fama como asesino en serie: el Holmes’ Castle. El edificio parecía un mamotreto más en las calles de Chicago, pero su interior estaba dotado de material suficiente para hacer honor a su apodo ‘La casa del terror’.
El hotel era el pandemonio de los horrores, las mismísimas calderas de Pedro Botero, o los hornos de Pedro Botero, mejor dicho, porque en el sótano tenía instalados varios hornos de gran tamaño donde quemó numerosas víctimas. Pero la cosa no se queda ahí. Durante la Exposición, a la pensión llegó todo tipo de gente, entre ellas mujeres acaudaladas y elegantes, víctimas perfectas del Doctor Muerte. Las habitaciones estaban perforadas, como un queso Gruyère, por pequeñísimos agujeros adaptados algunos con cámaras, con las cuales podía observar a sus clientas más interesantes; y otros con emisores de gas con los que poder matar silenciosamente mientras el desgraciado elegido dormía impasible.
Puertas que daban a pasillos ciegos, montacargas y toboganes que llevaban a los fallecidos desde sus respectivas habitaciones hasta los sótanos, donde caían a cubetas de ácido, de cal viva o a los hornos crematorios. H.H Holmes estaba evolucionando de hombre romántico y pícaro en un ser diabólico y trastornado, cuya locura alcanzaba su punto álgido con un autómata artesanal que hacía cosquillas en los pies hasta provocar la muerte. Nadie sospechó del negocio del reputado ex farmacéutico y esquivó los problemas económicos que sufrían el resto de hoteles garantizando precios muy bajos.
Holmes hizo un autómata artesanal que hacía cosquillas en los pies hasta provocar la muerte
Siguió asesinando sin piedad a centenares de mujeres, combinando la modalidad de clienta con la de trabajadora. Holmes contrataba a mujeres como secretarias a las que proponía una noche de aventuras. Si rechazaban, las despedía; pero si aceptaban, esas mujeres pronto estarían quemadas por el ácido, calcinadas o ahogadas bajo planchas de cristal. Algunas le cedían todos sus bienes a cambio del casamiento con el ya magnate. Cuando Holmes lo conseguía, poco tiempo después las torturaba de las formas más sádicas pensables. Su preferida era encerrarlas vivas bajo fosas artificiales construidas en el propio hotel y bailar sobre las maderas mientras pedían auxilio e iban asfixiándose, poco a poco.
El asesinato pasó de ser un entretenimiento en un placer. El ‘típico’ asesino que se fuma un cigarrillo y escucha a Wagner mientras ve como sus víctimas chillan por su vida. Algunos hombres ricos también sufrieron en sus propias carnes la maldad del vecino de New Hampshire. Es el caso de un inversor de bolsa, al que sometió a inanición hasta que firmó un cheque por 70.000 dólares. Entonces, le dio de comer. ¡No habrán creído que el inversor de Wiscosin se iría de rositas, con la andorga llena! Le dio de comer alimentos envenenados, que en pocos minutos le produjeron la muerte.
Su sadismo, llevado al extremo, fue refrendado por un compinche con el que llevaría a cabo más muertes, y más escabrosas si cabe: Benjamin Pitezel. El hotel no iba en el buen camino, las pérdidas superaban a los beneficios y las facturas resultaban impagables. Pitezel le propuso fingir su propia muerte en un accidente de tráfico para conseguir la indemnización del seguro de vida y repartírselo, pero éste no contaba con que Holmes no era un amigo, solo un socio movido por el dinero y la parafilia de ver morir a gente.
Después de pasar por prisión por obtención fraudulenta de dinero a costa de su flamante mujer de San Luis, Holmes encontró a Pitezel en su casa ebrio, lo ató y lo prendió fuego, con lo que evitaría tener que buscar alguien de similares características al que quemar. Pitezel se dio de bruces con su propia idea. El que pensaba que sería su albacea, fue en realidad su verdugo. Preparó el escenario del crimen para que pareciese un perfecto accidente: cerilla y bote de benceno. Su mujer no sospechó en ningún momento y entre ella y un letrado compinchado con Holmes, se repartieron el dinero del seguro.
Para no levantar sospechas, Holmes se llevó a tres de los hijos de Pitezel consigo, haciendo un viaje interminable por toda la geografía del país del tío Sam. Su antiguo compañero de celda, sabedor de sus astutas pillerías, se llevaría ‘un pico’ a cambio del contacto con el letrado, quien lo sacaría de entre rejas. Nunca percibió ese dinero, así que se chivó a la policía, que enseguida se puso tras él, en una investigación que implicó a los mejores detectives de los Estados Unidos.
El chaval, Howard, fue encontrado diseccionado y quemado en un pequeño horno; mientras que las niñas fueron introducidas en un baúl, envenenadas. Frank Geyer, el avezado investigador que dio con los retoños de Pitezel, dio también con el paradero de Holmes. El Don Juan perturbado fue llevado a juicio e inculpado por numerosos crímenes, alentados por la viuda de su ‘socio’. Finalmente, fue condenado a la horca con tan solo 35 años, después de haber hecho sudar la gota gorda a policías y detectives que le buscaron minuciosamente gracias a testimonios de testigos, gerentes de fondas y obsesos por la crónica negra de la época.
Holmes fue ahorcado a los 35 años y su muerte está rodeada de misterios
Se le enterró en una tumba anónima, acorde con su vida. Su cerebro fue considerado pieza de alto valor de estudio médico, aunque su cadaver jamás fue exhumado. Más de 200 personas murieron a manos de Alexander Cook, Harry Gordon o J.A Hudson; nombres que tomaba como suyos. A su muerte la rodea un halo de misterio, casi paranormal. Mucha gente importante con el ‘caso Holmes’ murió o se suicidó pocos días después de su muerte y una de las aseguradoras que defraudó se quemó por completo, solo quedaron intactas unas fotos y unos documentos del que es considerado como el primer asesino en serie de los Estados Unidos, el señor H.H Holmes, al que hoy, en El Sexo Mandamiento, revivimos de entre los muertos.