Nicolás entró en mi vida la noche de un viernes cualquiera. De la manera en que suceden las cosas más importantes. Sin darse uno cuenta. Tan guapo como el último Zar y con esa misma timidez de color sepia. Tan olvidado como un libro descatalogado.
Entró en mi casa la noche de un viernes y salió, de mi casa, la mañana de un miércoles. De mi casa. No de mi vida.
- Josebita, que me marcho pero regreso en dos semanas. Tú, aún no lo sabes, pero tú y yo nos vamos a casar.
- Pues muy bien. Ya me avisas, para que vaya pidiendo días en el trabajo y en la peluquería.
Cinco días en los que los cuales me he aprendido de memoria el plano de San Petesburgo y las venas de su polla. Cinco días en los que mi cama no tiene nada que envidiar al Santo Sudario de Turín. Cinco días en los que me rezuma el vodka y el caviar por las orejas, por no hablar de otros orificios. Cinco días y una revolución en ciernes.
- Mamá, que he conocido a un chico.
- Josebita, rei meu, ya era hora.
- Mamá, que es ruso.
- Josebita, Por Dios, un ruso no. Que son comunistas, hijo, por Dios.
- Que no, mamá, que se parece al Zar.
- ¿A cuál de todos?
- Al último, al guapo.
- Bueno… en todo caso. ¿Es creyente?, que ya sabes que en ésta casa somos de misa diaria.
- Se ha pasado todo el fin de semana de rodillas…
- Ya me dejas más tranquila.
Y ahora, a ver cómo le cuento yo a mi madre, que el ruso se quiere casar conmigo. Que bastante tengo yo con ser modelo. De conducta. Nicolás entró por la puerta de casa como si nunca se hubiera ido. Con esa confianza y seguridad que uno tiene cuando vuelve a su propio hogar. Con los hábitos y manías mil veces repetidos.
Cine de Eisenstein para la revolución. Cine de Eisenstein para la eyaculación.
Cinco días que han durado más que el Sitio de Leningrado.
Cinco días que han durado más que una liturgia bizantina.
Cinco días que han dado más de sí que la Revolución de Octubre.
- Josebita, ¿Tú tienes gato? Te lo digo porque tengo la ropa llena de pelos blancos.
- La semana pasada tuve que sacrificar a Gorki, mi gato. En la entrada tienes un par de rodillos, para quitarte los pelos, si te molestan.
- No pasa nada, no me molestan. Es que estaba extrañado de no ver al gato y pensé que le había asustado. Estoy encantado de llevar los pelos de Gorki en la ropa. ¿Nos vamos a cenar a un hindú?
- Nos vamos a cenar donde quieras.
En la India adoran a Ganesha, dicen que es el dios de la inteligencia, la sabiduría y las letras. Yo, en mi puta casa, adoro a Gorki, a mi gato. Y estoy convencido de que, allá donde esté, me sigue cuidando. Lo de Nicolás es cosa suya.
Creo que a estas alturas, hablar sobre sexo ya no tiene importancia. Para que a mí un tío me guste, tiene como follar como Dios manda. Y eso implica demasiadas cosas. Muchas. Porque yo siempre he sido un hombre “ismos”. De fetichismos. De soluciones y no de problemas. Siempre he sido más de morir y no de matar, pero si hay que morir, se muere matando. En la cama y fuera de ella.
Y Nicolás, a estas alturas, cumple todas mis expectativas sexuales. Con todo lo que ello implica. Que, me temo, son muchas y variadas.
Y, por una vez, y sin que sirva de precedente, el sexo se ha convertido en algo secundario. Si Nicolás ha sabido hacer algo bien, ha sido el conseguir que sea capaz de dormir abrazado a él. Como dos piezas de un puzle que han encajado. De uno de esos puzles gigantes que nadie quiere empezar a hacer, porque cree que son imposibles de acabar, porque todo el mundo piensa que son aburridos y no tienen solución. Un par de piezas de uno de esos puzles.
- Josebita, me marcho mañana. ¿Te puedo pedir un favor?
- Dime…
- Me puedo llevar los calzoncillos que llevas puestos. Huelen a ti.
La mañana del miércoles salió de casa con mis calzoncillos puestos. Aún no ha salido de mi vida.
Por cierto, me llamo Joseba.