Enciendo un cigarrillo, tras uno de los mejores polvos de mi vida, con la certeza de que no volveré a ver a quien me ha hecho sentir más que cualquier otro hombre de los que han pasado por mi cama.
Mientras aspiro el humo, y voy sintiendo cómo va recorriendo cada centímetro desde mis labios hasta mis pulmones, el sabor del tabaco en mi boca no logra sustituir al de su sexo en mi lengua. Mis papilas gustativas rememoran, una a una, todas las sensaciones maravillosas que su semen dejó impresas en ellas y mis muslos aún conservan el húmedo fluir de nuestro mutuo placer. Le miro. Está exhausto. Se ha quedado dormido sobre nuestros fluidos, en mis sábanas de satén rosa. Me acerco para observarle con detenimiento. No tiene un cuerpo estéticamente perfecto, pero encaja en el mío a la perfección.
Quiero volver a sentirlo, antes de que cruce esa puerta; lo necesito. Me gustaría que mi lengua le despertara, pero está tan adorable así, dormido, que no puedo más que apagar el cigarrillo y tumbarme a su lado, acoplándome a su cuerpo. Beso su frente, a modo de despedida. Noto cómo empiezan a pesarme los párpados y mis ojos se cierran. Duermo, tranquila, sintiendo el calor de su cuerpo pegado al mío. Y sueño con lo que ha pasado durante las seis horas previas.
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Estaba de marcha con unas amigas. Habíamos descubierto un bar de chupitos muy cerca del italiano donde habíamos cenado y decidimos probar. Nada más entrar, le vi, sentado en una especie de reservado, con tres chicas que bien podrían ser modelos de lencería erótica. Con una compañía así, ni se me pasó por la imaginación que iba a terminar en mi cama una hora más tarde, pero sus ojos se clavaron en los míos después de un rápido paseo por toda mi anatomía y una breve parada en mi escote.
Una de mis amigas tuvo que tirar de mí hacia la barra. Las otras dos ya estaban coqueteando con uno de los camareros, mientras pedían sus chupitos. Había tanta variedad que no supe decidirme por ninguno y dejé que el barman me sugiriese alguno. -Trata bien a estas chicas-. Un escalofrío me recorrió al sentir esa voz detrás de mí. -Son mis invitadas esta noche-. Era él, aquel hombre que acababa de desnudarme con solo una mirada.
Mis amigas no sabían la razón de aquel trato especial, pero aprovecharon bien las circunstancias. Yo, mientras tanto, conversaba con Jesús (así se llama), agradeciéndole la invitación, en una mezcla entre educada y coqueta. Pronto la educación se suavizó y la coquetería se agudizó por ambas partes, tanto, que la tensión sexual que existía entre nosotros provocó que mis labios terminaran susurrando a su oído un «ven conmigo» que él obedeció de inmediato. Sin despedirnos siquiera de mis acompañantes, nos montamos en un taxi que nos condujo hacia mi casa.
Me moría de ganas de besarle, pero él ni siquiera lo había intentado aún y yo quería que fuera él quien demostrara primero sus ganas. Al salir del taxi, me tomó de la mano y me pidió que le guiara. Así lo hice. Cruzamos el portal y, ya en el ascensor, pensé que iba a lanzarse sobre mí, dando rienda suelta a nuestras ganas desbocadas y liberando esa tensión que nos consumía a ambos. No lo hizo; se limitó a mirarme a los ojos de la misma manera que en el bar, sin mediar palabra. Ambos ardíamos. Esa mirada me desarmaba, me deshacía, pero ni un solo roce hubo entre nosotros, salvo nuestras manos entrelazadas.
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Cuando fui a abrir la puerta, se colocó detrás de mí, muy cerca. Notaba su respiración acelerada y su aliento en mi nuca. Notaba el calor que desprendía su cuerpo, casi sin tocar el mío, salvo en un leve roce. Notaba su erección a punto de hacer estallar los botones de sus vaqueros. Notaba su impaciencia, esta era tal que, en cuanto la puerta de mi casa se abrió, me empujó hacia dentro del piso, agarrándome fuertemente de los brazos y mordiendo mi cuello desde atrás. Yo no conocía a aquel tío y un escalofrío de miedo, desde donde me estaba dando el mordisco, recorrió toda mi espalda.
Me revolví. Me puse frente a él y le miré directamente a los ojos. Parecía fuera de sí, pero mi temor se desvaneció, paradójicamente. Éramos dos animales salvajes, ¿por qué tendría que tener miedo? Esta vez, le empujé yo, hasta que su espalda golpeó la puerta y froté con mi muslo su entrepierna, mientras mordía su labio inferior. Le mordí con tal ansia, que el sabor metálico de su sangre inundó mi boca. Abrí su camisa, mientras él destrozaba la mía, con avidez; deseaba mis pechos y se deshizo de todo lo que se interponía entre ellos y su boca. Su lengua era hábil y su saliva un bálsamo para mis pezones, que estaban siendo atacados duramente por sus labios y sus dientes. Me gustaba y no podía hacer otra cosa que abandonarme y acariciar su pelo mientras él devoraba mis pechos.
Su lengua era hábil y su saliva un bálsamo para mis pezones
Me cogió en peso y rodeé sus caderas con mis piernas, apretando mis muslos, mientras le miraba desafiante. Quería que supiera que no iba a ser fácil de domar. Mordí su cuello, con la fuerza de una leona que acaba de cazar a su presa y quiere evitar que se le escape, al tiempo que él deambulaba por mi piso, conmigo en brazos, buscando la cama. Cuando llegamos a mi habitación, me lanzó, literalmente, hacia la cama y arrancó mis braguitas. Mi blusa y mi ropa interior estaban destrozadas y mi falda, remangada en mi cintura. Él estaba fuera de sí y yo deseaba que estuviera dentro de mí. Por un segundo, nos miramos a los ojos y todo se paró. Estábamos rabiosos.
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-Fóllame, cabrón-. Le ordené. Esas dos palabras desataron un verdadero huracán. Jesús me agarró por los tobillos y tiró con fuerza de mí hacia el borde de la cama, separó bien mis piernas y comenzó a embestirme, sin miramientos, con golpes secos de su pelvis contra la mía. Mi espalda se arqueaba. Él controlaba perfectamente los movimientos, pues mantenía mis caderas agarradas con firmeza. Sentía su polla palpitante dentro de mí; todos mis músculos estaban en tensión. Mis entrañas ardían y yo me deshacía en cada embestida.
Toda la excitación acumulada provocó que me corriera muy fácilmente, pero él no se conformó y, cuando iba a tener mi segundo orgasmo, se retiró para lanzarse a devorarme. Tenía hambre de mí y se notaba. Ver su cabeza hundida entre mis piernas me excitaba muchísimo y agarré su pelo, mientras su lengua se movía con destreza sobre mi clítoris. Sus dedos eran hábiles también y hurgaban dentro de mí, buscando darme aún más placer. No paró hasta que logró lo que pretendía: su cara empapada. Nunca podré olvidar esa sonrisa triunfante que apareció en su rostro al separarse de mí y observarme, exhausta y feliz.
Su erección continuaba siendo un foco de atracción para mí y, a pesar del cansancio y del temblor de mis piernas, conseguí sentarme al borde de la cama para terminar de desnudarle y hacerlo yo también. -Túmbate en la cama-. Le exhorté, mientras humedecía mis labios con la saliva que bañaba mi lengua. Obedeció, con la certeza de que su semen terminaría brotando de esos labios y esa visión hizo que su erección fuera aún mayor, si eso era posible.
Tener su cuerpo desnudo a mi disposición desterró cualquier vestigio de agotamiento. Me había corrido varias veces y todavía tenía ganas de más; no podía dejar de mirar a ese hombre con voracidad. Recogí mi melena en una coleta y recorrí a gatas el espacio que me separaba de él, desde el borde de la cama hasta quedar de rodillas, rodeada por sus piernas.
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Comencé acariciando su polla con mi mano y, sin apartar la vista de sus ojos, acerqué mi boca a su glande. Al sentir ese primer roce de mis labios, antes de introducirlo entero en mi boca, se estremeció y se le escapó un suspiro, que pronto tornó en gemido, en cuanto mi lengua comenzó a juguetear. Yo controlaba ahora y aumentaba o disminuía la intensidad de las caricias de mis labios y mi lengua a placer.
Tan pronto succionaba y lamía suavemente solo su glande, como hacía llegar mis labios a su pubis en un deepthroat. Me gustaba jugar con él. Seguí saboreándole y deleitándome hasta que me dijo entre jadeos «No puedo más». Fue entonces cuando decidí aumentar el ritmo de manera brutal. Succionaba como si quisiera tragarme aquella polla, y tal vez así era. Cada vez lo hacía más rápido y más fuerte. Mi amante jadeaba y gemía cada vez más y agarraba mi cabeza, desesperado. Por fin, noté cómo brotaba aquel líquido caliente. Lo hizo con tal fuerza que casi me ahogó, pero eso no me impidió paladearlo. Me encantaba aquel sabor.
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Ese fue solo el principio de una noche desenfrenada. Usamos, ambos, todos los juguetes sexuales que mi mejor amiga me regaló por mi cumpleaños, nos masturbamos y follamos hasta quedar prácticamente sin fuerzas ni para pestañear.
Me despierto con el olor del café que Jesús está preparando en la cocina. Me invade una sensación agridulce: no me arrepiento de lo que hemos vivido esta maravillosa noche, pero sé que no se va a repetir. No es la primera vez. No será la última. Tomamos el café en la pequeña mesa de la terraza, mientras hacemos planes para la semana que viene. Tengo la esperanza de que quizás esta vez sea distinto. Sí, va a ser diferente, tiene que serlo.
Leer ‘Cadáver exquisito (III)’, por Cleto Criado Del Rey
Jesús me besa apasionadamente, busca mis braguitas rotas para meterlas en el bolsillo de su pantalón y se va, escaleras abajo. Desde la calle, me lanza un beso y yo le devuelvo una sonrisa ilusionada. Vuelvo a entrar y cierro el balcón para ir corriendo a la ducha. Llego tarde al trabajo.
Salgo de casa a toda prisa y recorro las dos manzanas que hay hasta el metro, pero algo me paraliza. Veo pasar una ambulancia y corro instintivamente tras ella. Ha vuelto a ocurrir, lo sé. No puedo respirar, no sé muy bien si por la carrera o por la angustia que me provoca la certeza de que algo terrible ha sucedido de nuevo. La ambulancia se detiene unos metros más allá y trato de acercarme a aquella maraña de personas, lamentos, gritos y lágrimas.
Allí, en la acera, yacía un hombre completamente roto, con la cara tan desfigurada que era imposible reconocerle. Recé por que no fuese él. Deseaba con todas mis fuerzas que no fuese él. Mientras rezaba, albergaba esperanzas, pero éstas se truncaron en el momento en que vi mis braguitas manchadas de sangre. Lo había vuelto a hacer. Mi ex no soportaba la idea de imaginarme con otro y había convertido a otro de mis amantes en un trozo de carne sin vida, a base de golpes, aunque yo ya no veía esa masa deforme, sino un cadáver exquisito.
No era la primera vez. No será la última.
Autora: @mujer_aracnida.