Cuento de navidad, hommbre a solas frente al fuego

A un cuarto de hora exacto de la medianoche del 24 de diciembre de 2009

Londres, Inglaterra

No, su socio, Ronald Baker, no había muerto, y él tampoco se llamaba Ebenezer Scrooge [1], aunque lo suyo sí eran las finanzas. Harry Brown, así se llama el protagonista de este particular cuento, se hallaba inmóvil, observando el crepitar del fuego, el danzar de las llamas que consumían la madera recogida en la vieja chimenea excavada en la pared. El papel pintado lucía desgastado, raído por el hollín y el paso del tiempo. Aquel viejo apartamento de Camden Town era su refugio. Cada Nochebuena, sin excepción, se encerraba entre las cuatro paredes, encendía el frío hogar y se servía un vaso lleno del whisky más barato que hubiera encontrado en el TESCO.

Hasta aquí, todo puede pareceros normal, no obstante, no lo era. Harry irradiaba fortuna: el paño inglés con el que vestía lo delataba, al igual que su aroma a Clive Christian Nº1, mas se negaba a matar las raíces arraigadas en una amarga pobreza, en una lucha constante por la supervivencia y la superación personal. Por todo ello, mantenía intacto el apartamento en el que creció y empinaba el whisky con el que tantas noches había ahogado las lágrimas.

La vieja campana que ejercía de timbre, a falta de conexión eléctrica, se balanceó tímidamente.

—Imposible —murmulló Harry, volviendo la cabeza en dirección a la puerta. La oscuridad del estrecho pasillo apenas le permitía vislumbrar el ligero bamboleo de la campanilla. Tan solo tres personas, tres contadas (incluido él mismo), sabían que esa noche se hallaba ahí, y ninguna de las otras dos acudiría. Parpadeó, confundido, y dio un trago al dorado líquido, ahí, delante del fuego rodeado de vetustos muebles cubiertos por amarilleadas sábanas.

«Ha sido cosa de tu cabeza», pensó al silenciarse el sonido, pues, sin duda alguna, había sido producto de la imaginación o, tal vez, algo de la cena le había sentado mal: un pedazo carne mal digerida, un grano de mostaza, una pequeña porción de queso o un trozo de patata mal asada.

«Clinc, clinc, clic», se sacudió la campana como para quitarse el polvo, prorrumpiendo en un fuerte jolgorio.

—De ningún modo —espetó Harry, sobresaltado. Sus helados ojos azules se abrieron, desmesurados, y su cabello rucio, peinado hacia atrás a expensas de los laterales rapados, se agitó y despeinó. Descalzo, salvo por los calcetines, avanzó en dirección a la puerta, se inclinó y trató de mirar por la mirilla, pero el cristal estaba tan desgastado que solo mostraba bruma—. ¿Quién es? —no tuvo otro remedio que preguntar.

—Querido, soy el fantasma de las Navidades pasadas —respondió una vocecilla femenina, borracha de un fuerte acento escocés, de Inverness, para ser exactos.

Harry se echó hacia atrás y tomó un poco de distancia entre su cuerpo y la madera carcomida. Pestañeó, incrédulo, a la par que, en un acto reflejo, su polla le dio un tironcillo, desperezándose al oír a la mujer.

—Megan, ¿qué haces aquí? —quiso saber al abrir y toparse con ella bajo el dintel.

La susodicha mantenía el calor gracias a un abrigo de (buenísima) imitación de piel de zorro blanco; su rizo cabello taheño contrastaba con la inmaculada tonalidad, del mismo modo que lo hacían las pequitas que tenía espolvoreadas sobre el puente de la nariz. Megan sonrió, y no lo hizo solo con los labios pintados de carmín, sino también con el brillo de sus ojitos verdes. Con respecto a la pregunta que Harry le formuló, ella no le respondió. Dio dos pasos y se besó la yema del dedo índice para, a continuación, posarla encima de los labios de él.

—Megan… —comenzó a decir Harry, asaltado por la dulzura del aroma que de ella venía y ahora le llenaba las fosas nasales. El cuerpo de esta, moldeado a base de ricas curvas y ondulaciones, no se disimulaba debajo del abrigo. Tampoco era necesario. Él se conocía a pies juntillas cada pliegue, cada lunar…

—Este meado vuelve a demostrar que los ingleses no sabéis hacer whisky —aseveró Megan tras rozar el vientre contra Harry, percibiendo la aguzada forma de la polla, larga y dura, presta como un picahielos. Y, hablando de hielo, la copa carecía de unos cuantos cubitos. Todo y así, se la quitó y bebió antes de adentrase en el apartamento, contoneándose encima de los stilettos lamidos por la famosa suela roja.

Harry, excitado y a la vez ultrajado por las palabras de ella, sacudió la cabeza. Cerró la puerta, giró sobre las plantas de los pies y apretó los labios, notando todavía el calor de su dedo. Abrió la boca… No dijo nada. Bueno, emitió un sonidito algo ronco, ahogado cuando Megan movió los hombros y empujó la prenda para quitársela y, por descontado, sin soltar el vaso. A la vista quedó el despliegue de piel rosada y pecosa, acariciada por el conjunto de lencería de color escarlata.

«Clinc, clinc, clinc, clinc, clinc, clinc», repicó la campana.

—Querido, la puerta… —chistó Megan. Sus pechos llenos, deliciosamente colmados, amenazaban con desbordar al sujetador, y el liguero discutía con las carnes, negándose a zafarse de ellas y, por ende, de las negras medias.
Entre la verga aporreándole el pantalón y el cerebro hirviéndole a base de endorfinas, Harry no sabía qué pensar. Frunció el ceño, y se marcaron en las comisuras de sus ojos y la frente unas finas y atractivas líneas de expresión. Rotó, se situó detrás de la puerta, miró por la mirilla y…

(Continuará…)

Autora: Andrea Acosta


[1] Nombre del protagonista de la novela de 1843 Cuento de Navidad, del autor Charles Dickens.

Foto de portada: Sergei Solo

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