Autor: @simón_galante
Nos separaban más de 500 km de distancia, y en nuestras conversaciones planeábamos como sería nuestro encuentro. Yo te aposté que si venías tú, te proporcionaría el mejor fin de semana de sexo. Nunca pensé que aceptarías el reto, pero lo hiciste.
En dos semanas estabas en mi ciudad, bajándote de aquel autobús. Lo primero que vi de ti al bajar fueron unos impresionantes y grandes ojos oscuros. No pude evitar fijarme en tus pechos, bien puestos y voluminosos. A mi imaginación vinieron todas las cosas que podría hacer con ellos cuando estuviéramos solos.
Como perdí, me tocó cumplir con lo apostado. Tenía que proporcionarte ese fin de semana de placer inolvidable. Me encargué de reservar habitación en un hotel en una provincia cercana. Si quería hacerte gritar, gemir y quién sabe si romper algún mueble, mejor que fuera en algún sitio donde no nos conocieran a ninguno.
Llegamos a nuestro destino, subimos a la habitación y parecía estar hecha a medida para nosotros. Una cama de 2×2 metros, alta, sin muelles, para poder marcar un ritmo fuerte sin que nos oyeran. Un cabecero donde poder atarte. Un escritorio donde poder subirte y poseerte mientras tus piernas rodeaban mi trasero. Una ducha amplia con cristal donde poder empotrarte y hacerte sentir mi miembro erecto dentro de ti. Y por último, una bañera amplia donde poder dar rienda suelta a alguna otra fantasía en compañía.
Lo primero que hice nada más soltar el equipaje, fue poner música en mi móvil que acompañara al momento, y encendí las luces que había a los lados de la cama, creando un ambiente cálido y morboso. Mientras te movías al ritmo de la música, te agarré por la cintura y contoneándote te diste la vuelta. Rostro con rostro. Estábamos tan cerca que notaba como tu respiración y tu corazón se aceleraban.
Llevabas puesta una camisa blanca y una falda negra. Sin dejar de mirarte a los ojos, arranqué todos los botones que en ella había. Mordí tus labios y apreté firmemente tus pechos. Mi otra mano se posó en tu trasero y te acercó aún más a mí. Haciéndote notar lo que escondía debajo de los pantalones y que la situación se estaba encargando de despertar.
Te desabroché el sujetador, liberándote de él y empecé a jugar con mi lengua en tus pezones, pasando la punta de ella hasta humedecerlos y endurecerlos. Tú me agarrabas la cabeza y lanzabas gemidos al aire.
Acto seguido te cogí en volandas y te situé encima del escritorio, te remangué la falda, desabrochaste mi cremallera, me humedecí los dedos para palmar tu calentura, apartaste tu tanga, facilitándome el trabajo, porque ambos estábamos deseando lo que estaba a punto de pasar; agarré mi polla con la misma fuerza con la que la introduje dentro de ti.
Ese gemido retumbó en toda la habitación y probablemente en toda la planta del hotel.
Empezamos a follar al ritmo que nos marcaban las patas del escritorio, cada vez más rápido y con más fuerza. En ese instante lo que menos nos importaba era poder romper aquella parte del mobiliario. Cuando noté que mi miembro resbalaba en demasía dentro de ti, decidí volverte a coger en volandas y llevarte a los pies de la cama. Esta vez te puse de espaldas a mí y con las piernas abiertas. Me arrodillé y empecé a jugar con la punta de mi lengua en tu sexo empapado. La punta de mi lengua hacía de las suyas en tu botón de la felicidad, que palpitaba al igual que todo tu cuerpo.
Llevabas tanto tiempo esperando este momento que te viniste en mi cara, empezaron a temblarte las piernas e invocaste al todopoderoso. Lo siguiente fue tumbarte encima de la cama, quitarme el cinturón y atarte las manos.
Paseaba mi polla por delante de tu boca, tu hacías por querer atraparla con tus labios, pero quería jugar un poco con tu deseo. Cuando estimé que era suficiente, fui yo el que te la introdujo en la boca. Estaba dura y firme. Tú la rodeabas con la lengua mientras me mirabas a los ojos. Deseabas agarrármela con firmeza, pero estabas atada.
Yo marcaría los tiempos de esa felación. Yo tenía el control. Después de unos momentos, decidí volverte a poner en los pies de la cama, te agarré por las caderas y te moví con firmeza. Yo estaba de pie en el suelo y tú tumbada. Mis manos rodeaban tus piernas y me decidía a embestirte, como cuando los guerreros pretendían derribar la puerta de una fortaleza con su ariete.
Mis ojos se clavaba en los tuyos. Mi mirada irradiaba deseo, lujuria, morbo, pasión… porque tú lo provocabas. Cada embestida era recibida por ti con un gemido, mientras mayor eran mis embestidas, mayor lo eran tus gritos.
Así estuve durante un largo tiempo, me pedías que por favor parara, no podías más. Yo te dije que era un hombre de palabra y ese solo era el principio… Me propuse que en aquel hotel todo el mundo supiera que en esa habitación no se iba a parar de follar en todo el fin de semana.
Continuará si vosotros lo pedís…
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