Como si del apocalipsis se tratara, mi barrio se había convertido en un desierto poblacional donde solo había coches achicharrados por el inhumano calor del julio incipiente. Salía yo a comprar vino y el locutorio no estaba abierto – sí, lo compro en un locutorio -. En un conocido supermercado conseguí mi codiciado brick de Don Rodrigo, que ni siquiera llegaría vivo a Pamplona. Las calles de Valladolid estaban teñidas por un relato fantasmagórico que de ser yo un paranoico bien podría pensar que un complot se cierne tras mis espaldas.
Caminé hasta el punto de reunión, teniendo que hacer paradas por el calor abrasador que me consumía. Un hombre enfermo de la quijotera pasó canturreando vaya usted a saber qué y una señora mayor, bien lozana, paseaba con su perro famélico. Les digo en serio que los primeros instantes de la aventura no me gustaron en absoluto. Soy supersticioso.
En esto que ya retomo mi camino y llego a la cita el primero, en el centro de una plaza desolada cuando en otras ocasiones bulle de niños, rumanos jugando al ajedrez y gitanos que amenizan las tardes con canciones de la Iglesia Evangélica. Allí solo había un chico mulato, tirado en un banco, dormido, con la pala de la gorra hacia abajo para ganar oscuridad al potente sol vespertino.
Me senté a esperar a mis compañeros de viaje, tentado por Morfeo en más de una ocasión. Llegaron dos tipos de lo más quinqui que he visto en mi vida. Uno no me quitaba ojo, ni estando solo ni acompañado, más tarde. Estaba rollizo, era pelirrojo y tendría unos cuarenta años. Debía de haber tenido una lesión en la oreja, porque la llevaba vendada por entero. Su acompañante, un hombre larguirucho, llevaba una gorra marca Obey con motivos de leopardo. No tendría menos de cuarenta, tampoco. Llevaban un altavoz nada pequeño, más bien estilo loro de los 90. Seguro que ligarían muchísimo.
Mis amigos fueron llegando y paulatinamente la plaza empezó a llenarse de muchachos con la camiseta que la agencia regalaba para el viaje, mochilas repletas de bebida y novios que supervisaban que ningún gachó empezase la fiesta antes de tiempo. Se despedían como si aquellas mujeres en shorts y en camiseta apretada para realzar una turgente pechera se fuesen a la guerra del Líbano. Montamos en el autobús y, con retraso, partimos hacia Pamplona.
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No se pueden imaginar el calor que hacía. Yo soy de sudor fácil y a los diez minutos mi cuerpo era una balsa de agua. El aire acondicionado salía caliente y los canis del fondo empezaban a quejarse. Chicas sin demasiada pinta de chonis también lo hicieron, amenazando con denunciar y pedir la devolución del dinero. El conductor hacía caso omiso y el organizador iba de pie, en el pasillo, hablando con una pareja que le servía alcohol en vaso de cachi. Empecé a sudar con profusión y las quejas fueron en aumento. De vez en cuando alguien se levantaba hasta el asiento del conductor pidiendo explicaciones. La chica que tenía delante se afanaba en pulverizar ambipur, creando un cóctel mortífero de feromonas, olor a Iglesia románica e higienizador barato.
En esto que el organizador, un latinoamericano que no perdía comba con las invitaciones a priva, se decidió a abrir las trampillas para que corriese el aire. Todos aplaudimos y con ese aplauso nos hermanamos. Empecé a fijarme en la compañera de viaje de la petarda del ambipur. No había visto mujer más guapa en mucho tiempo. Tenía rasgos de princesa de cuento, los ojos color azul cielo y el pelo amarillo como el trigo que el autobús iba dejando atrás. Uno de mis amigos, que se situaba en paralelo, empezó a echarle la caña descaradamente, pero sus reclamos solo los atendió otra amiga del mismo grupo, que parecía la líder, siempre de pie, con el vaso de vino de la mano y hablando sin parar.
Tomó la iniciativa con el parloteo, pero no le hacíamos mucho caso. No era agradable de ver con esas enormes fauces y unas encías que comían un vasto terreno a los dientes, muy pequeños. Eso sí, parecía simpática. Todos, hasta el más alejado de nuestro grupo respecto a la valquiria de ojos azules, estaba acechando cual hiena por si el primer pescador fallaba y los demás podíamos echar mano del retel y subir a la princesa no a un castillo, sino a un improvisado esquife que navega por calimocho en vez de por aguas mansas.
El organizador no perdía comba con las invitaciones a priva
Era muy guapa, os lo aseguro. Paramos a descansar llegada la hora de trayecto. Refrescarse era indispensable para sufrir tres horas más hacinado con el fin de llegar a una ciudad diferente y emborracharte como se hace en otra cualquiera. Pude verla de pie y me pareció más estupenda todavía. Me enamoré, como me suele pasar en los autobuses. No la quería para refocilar, sino para pasar mucho tiempo a su lado, cuidándola, cepillándola el pelo y diciendo lo bonita que estaba por las mañanas. Pero íbamos a San Fermín y no a escribir cuentos alemanes del XVIII.
Todos empezamos a hablar, los de atrás con los de adelante, compartiendo ordubres y vino. El bonito momento boy scout se interrumpió con otra parada en un simple apartadero para repartir profilácticos (pack control se llamaba), sangría y terminar con los últimos atisbos de lucidez, amén del calor, el alcohol y la buena compañía. El organizador, completamente dipsómano y acompañado de lo que parecía ser su madre y de un ex politoxicómano que trataba de usted y hablaba al ralentí, servían ese líquido caliente que ni con hielo se enfriaba.
Hidalgo tras hidalgo e hijo de puta el que se deje algo, acabamos cocidos en menos de quince minutos. Volvimos al bus más contentillos que antes, hablando distendidamente con la pretendida por la jauría de hombres con sed de extranjeras borrachas, como ofertan en los medios. La chica, además de bonita, era inteligente y eso me hacía más desgraciado. Me lamentaba, para mis adentros, de toparme con niñas sin futuro o con divorciadas con menos futuro si cabe, en vez de con monumentos de veneración horaria como el que tenía delante, a la derecha.
Llegamos a Pamplona con más ganas de volver a Valladolid que de salir de fiesta. Olíamos mal, estábamos cansados y nadie vendía hielos. Tras ver una ciudad teñida de blanco incluso en las afueras y maravillarnos con las ingentes hordas de visitantes que arribaban a Pamplona como Hemingway hizo en su día, fuimos a la Plaza de Toros. Quedamos decepcionados con la entrada, mucho más grande vista desde la televisión. No eran las diez y el deambulatorio de la plaza era un rosario de hombres defenestrados por la acción del quitapenas. Retiramos las entradas para ver el espectáculo de la mañana y fuimos a buscar algo de cena para que el alcohol no cayese en saco roto. Mientras dábamos buena cuenta de unos bocadillos de tortilla, nos íbamos empapando del ambiente de fiesta, no muy distinto al de las fiestas de cualquier pueblo grande, todo sea dicho de paso.
El centro urbano me pareció complejísimo estando en condiciones de cierta sobriedad, con lo que a las tres horas me encontré en un laberinto propio de El Resplandor. Mezclamos nuestro arsenal etílico como niñas de quince años cualquier día de verano a las cinco de la tarde y emprendimos camino en busca de unos codiciadísimos hielos. Sudando como reos construyendo vías en los Estados Unidos del XIX, llegamos a un bar donde nos vendieron una bolsa, la última que quedaba. Pululamos por la zona de Estafeta en la noche que más afluencia de turistas acudió a la urbe. Realmente estaba lleno, pero sin mayores particularidades que las parrandas estivales en los pueblos más hondos de Castilla.
Suelo ir con ideas preconcebidas demasiado altas y en este caso no iba a ser menos. Desde hacía una semana, en el grupo de WhatsApp que hicimos para acordar la aventura fuimos compartiendo noticias e imágenes de mujeres enrollándose con todo hijo de vecino, chicas enseñando los pechos y productos químicos en las paredes que repelían las micciones de los calamocanos. Nada era así. Lo más sexual que he visto fue una pareja magreándose en una pared y lo más loco, competiciones por ver quien pateaba más lejos botellas de calimocho.
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Había borrachos muy majos. No caíamos bien los de Valladolid. Como en casi todos los puntos de nuestra geografía, se nos asociaba con el fascismo: “De Fachadolid jajiejs, pues yo tengo una prima en Corcos del Valle jajfjejs, pero trabajé de tornero en Guadalajara jerjsja, así que de fachadolid, ¿eh?”, y de cliché en cliché caminábamos en fila por unas calles tortuosas que horas después se verían recorridas por los morlacos de la ganadería Pedraza de Yeltes. Los gitanos estaban haciendo negocio. En cada calle había al menos dos puestos del juego de los clavos, consistente en clavar un clavo en un madero de tan solo tres martillazos: tres euros. Ese divertimento era uno de los reclamos de la noche, al igual que regatear a los manteros que vendían pañoletas y recuerdos por doquier.
De rato en rato, una banda de música ocupaba las calles con sus enormes estandartes y su infalible efecto antidepresivo. Como las ratas iban tras el flautista de Hamelín, nosotros, ya sustancialmente cocidos, nos uníamos a aquella terna de desconocidos que a su paso te derramaban el vino en tu camiseta promocional. Pero el cocimiento, quizá por la cena, era muy superficial y apenas tuvimos valor para declararnos a alguna bonita mujer, entrar en las discotecas o liarla en alguna herriko taberna. No era el día, no estábamos del todo embriagados por el perfume del zumo de uva fermentado. Volvimos a ver a nuestras compañeras de autobús, la menos agraciada me saludó efusivamente, mientras las otras dos pasaron bastante de nuestra enriquecedora y didáctica presencia en aquellos lares cercanos a la Plaza de Toros.
Siguiendo el ruido y las aglomeraciones, dimos con lo que llamamos ‘La calle TOP’. Docenas de chicas danzaban sensualmente mientras gente de nuestra edad se arremolinaba para babear y expulsar la gotita de miel. En el quicio de una puerta bailaban dos preciosas chicas navarras, según nos dijeron, no menos secas que sus vecinas castellanas. Resulta que estábamos en un grave error. La gente congregada ante el festival de culos, domingas y vino no tenía nuestra edad. De hecho, ni se acercaban a los dieciocho.
Comenzamos a desperezarnos y ya entrábamos al garito como Pedro por su casa, buscando a un DJ inexistente. Pedimos todo tipo de canciones de reggaeton por si había suerte con alguna débochca, pero resulta que la Diosa Fortuna nos dio la espalda aquella noche. Después de más de una hora empujándonos como monos al son de canciones futboleras, de dar palmadas como ultras islandeses y de corear himnos vejatorios hacia la afición sevillista; decidí dar un paso adelante y saltar a la acción. Reuní a la cuadrilla y cual Lee Marvin en ‘Los doce del patíbulo’ urdí un perfecto plan de acción, aumentando nuestras edades, nuestros estudios y nuestra picaresca. Entre quince, dieciséis y diecisiete años estaba el pastel cuando yo, a la que vi más madura, os juro, la eché treinta y uno. Problemas métricos aparte, seguimos con la confabulación. La más mayor y más guapa pareció sentirse atraída por cinco vellocinos de bronce a los que muy asiduamente solo atacan gordas o divorciadas.
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Uno de mis amigos parecía llevarse el gato al agua. Por cortesía y por ver si alguno levantaba el terreno ya sembrado, le seguimos por calles que se hundían en el extrarradio. Aviesos de que aquellas guapas navarras no querían más compañía que la de guardaespaldas en su vuelta a casa, di la voz de alarma y desertamos de una misión que raras veces funciona. Un escudo en camisetas idénticas nos resultó familiar en nuestra vuelta al centro y he aquí la experiencia más rompedora de la noche. Resultó que aquella manada de jubilados era de Laguna de Duero, un pueblo próximo a Valladolid. En Laguna tengo buen nicho de mercado y me muevo como pez en el agua con sus mujeres.
Más de diez gachís de ese pueblo han pasado buenos ratos conmigo y aunque su población no es desdeñable, la cuota de ‘Jimmy conoce a alguien’ se pagaba a la baja. Un hombre que rozaría los setenta e iba achispado me comentaba que menos mal que a él no le registraron en el bus, porque llevaba “cuatro porros que no hacían ningún mal a nadie”. Su mujer me explicaba con detalle que a los chicos de su autobús les hicieron bajar para un cacheo y los policías empuñaban “una metralleta” (delirios de las frugales noches sanferminescas). Entre “conoces a tal y a Pascual”, la mujer me invitaba a ir a su bar, que era sede de la peña taurina y allí seríamos bien recibidos. Y es en ese bar y no en otro es en donde trabaja una buena amiga mía que me ha hecho disfrutar varias noches en un cerro bien conocido por pucelanos y gentes del alfoz.
Y es que el mundo es un pañuelo, la noche iba perdiendo su fuerza y yo necesitaba un cigarrillo que llevarme a la boca. Desguazados y malolientes nos dirigimos hacia la Plaza de Toros a esperar la apertura para coger un buen sitio desde donde ver correctamente la entrada de morlacos y mozos.
Sentado en el suelo, esperando, es donde me di cuenta del horror de la fiesta. Los basureros y las mangas riegas se afanaban en adecentar los aledaños del coso y las calles por donde en menos de dos horas, miles de personas debían esquivar la trayectoria de los bravos animales. La gente se transforma, pierde el poco o mucho respeto que sobrios se les guarda. Las mujeres pierden la feminidad que tenían antes de emprender el camino. Es en este momento cuando los que tendemos a reflexionar, nos sentimos más insignificantes. Sientes la belleza del momento, lo que los románticos llamaban esplín. Estás tan lleno de vida que ves bonita incluso la muerte. Cuando el efecto del alcohol disminuye, todo es asquerosamente nítido. Es lo más cercano a entender una de las frases más brillantes que parió Henry Miller: la música que brota como fuego de la cromosfera oculta del dolor.
La música que brota como fuego de la cromosfera oculta del dolor
Las imágenes se suceden como flashazos en una pasarela, como láseres en una discoteca. Todo va a cámara lenta y se corta porque así lo pide el director de la película, que, al día siguiente, seleccionará las mejores escenas para hacerse un bonito recuerdo del resumen amargo en que acaba cada noche de fiesta.
Ya nadie pone cuidado en pensar, porque les hace daño. Debo ser yo, que soy un sentimental, el que en pleno jolgorio internacional deja de salivar por la diversión y jodienda en pos de buscar más belleza y fundirme con ella. La belleza y el horror se entienden mejor que los guisantes y el jamón. Un hombre bajito que custodiaba una de las puertas, llegada la hora, nos permitió pasar. Sin ocuparse de mirar en el interior de petates, macutos y bolsos, pasamos a un lugar mágico que incluso vacío sobrecoge.
Siete de la mañana. Momento ideal para avisar a la familia de que sigo vivo y de restregar a los amigos que suspendieron que yo estoy en Sanfermines mientras ellos estudian apuntes de restauraciones románicas. Hormigas de blanco iban sentándose con cuentagotas en mira que el sol ganaba la partida a la luna, hasta que aquello pareció un vaso de leche chocolatada, por el color de las ropas en relación con el del albero.
Las bandas de música locales interpretaban canciones de arenga a los muchachos que estaban a punto de jugarse la vida y otras no tan típicas que encandilaron a un creciente público. En el centro del ruedo, un hombre regordete con camiseta de fiestas y pañoleta dirigía una orquesta que sin ser profesional, en ese momento nos pareció la Filarmónica de Viena. Un Nessun Dorma con el aforo completo, a más de media hora del comienzo del encierro, fue la guinda a un hermoso pastel.
Con el vello de punta y – les confieso – con los ojos vidriosos, decenas de muchachas ocupaban cada hueco de la grada, abrazándonos con sus piernas para ganar espacio, sin importar que oliésemos a callejón de restaurante hindú, porque la verdadera esencia de los Sanfermines no es emborracharse y enseñar las tetas al mundo, sino recogerse y disfrutar de un espectáculo que se puede considerar intimista.
Sopranos, tenores y el Barenboim pamplonés daban un merecido descanso a Puccini y dejaban paso al más puro Hemingway, a la fiesta. Con los corazones azorados por la fastuosidad de un evento histórico e internacional, la algarabía dominaba las calles que una hora atrás estaban abarrotadas por una razón diferente y a la vez la misma: el arte del beber, inscrito en el arte de la buena juerga. Más que en toda la noche, más que viendo a la princesa de ojos azules y pelo trigueño, sentí la belleza. Estar en la cresta de la ola, en la cima de la montaña y que desde ahí uno fuese el guardián de todo, el ojo al que nada escapa. Esa es la verdadera sensualidad y el verdadero amor. Encontrar a Dios en uno mismo. Dejar de lado el fútil disfrute material por el perenne y deletéreo disfrute sensorial.
Dejar de lado el fútil disfrute material por el perenne y deletéreo disfrute sensorial
Me doy cuenta de que ni siquiera me puedo mover, porque en cuestión de segundos la plaza se ha llenado y una espléndida colombiana me tiene encerrado en un redil minúsculo. Los pitos a los primeros en llegar se conjugaban con el silencio sepulcral de los miles de almas atentas a la pantalla de retransmisión. La sensación es indescriptible. Pamplona se divide en dos ciudades, la de Dios y la de los hombres. Durante un minuto se convierte en La Meca o en Bagdad. Fuera, la ciudad de los hombres lucha por fundirse con la Ciudad de Dios que es la plaza, un lugar casi de rezo. Para disgusto de San Agustín y regocijo de Mahoma, las dos ciudades confluyen en una sola y la sangre y la bilis se concentran en la de Dios.
La plaza es un espacio circular, amurallado, homogéneo, plano, sin jerarquía, con el énfasis puesto en la comunidad de los creyentes. La arena empieza a revolverse con los primeros trotes y el silencio se quiebra con un ruido lejano que se acerca de forma inminente y rompe en tromba al llegar al albero. La ciudad queda sometida bajo un mismo credo, el credo de los sentidos. Un fragmento de Pamplona se suspende, las vías de acceso se anulan y ya solo queda un espacio con un único fin: el deleite. La procesionalidad se torna en anarquía una vez dentro. Se colectiviza el alma, la belleza y el intelecto.
La escena tenía una clara banda sonora en mi cabeza. Los Pedraza de Yeltes surcando las calles cercanas, embistiendo con toda su gallardía y corriendo como alma que lleva el diablo, al son de la Marcha Radetzky. Los primeros rayos de sol impactando en los lomos del animal, haciéndole brillar, poniendo en relieve su admirable esbeltez bajo el imperio de Johann Strauss padre en una batalla épica que ni guerreros ni antibelicistas entienden porque de arte no tienen mucha idea.
La hora de la partida se acercaba y para llegar con tiempo dejamos a medias el espectáculo de los cortes. Pamplona despertaba con el frescor húmedo típico del norte de España, con algunas nubes escondiendo el sol y muchos borrachos durmiendo al raso, en bancos y en el propio suelo. La camiseta de uno de ellos rezaba: “cuando la juerga se hace dura, solo los duros aguantan la juerga”, y con esa frase tan heroica, tan propia del nacionalismo hegeliano, mi estancia en Pamplona como un Hemingway moderno, terminaba. La llegada a la estación de autobuses fue otro espectáculo no muy distinto al de los cortes. Sorteando beodos dispersos por dársenas, aseos y pasillos encontramos una masa con la misma camiseta promocional que portábamos nosotros: el pelirrojo de oreja cercenada y ghettoblaster en mano.
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Montamos en el vehículo como zombis, en asientos diferentes, con rostros muy diferentes y la mayoría con el pack control intacto. El politoxicómano que en la ida repartía sangría con el organizador me dio la chapa de mi vida, siempre tratándome de usted; las chicas ya no me parecían bonitas y la resaca, aunque ligera, empezaba a hacerse notar. Con un gran porcentaje del bus dormido y un imbécil pidiendo que se parase el bus para poder salir a fumar un cigarro, pusimos rumbo a la capital de la mies y el trigo, como su pelo. Un pelo ahora ralo que no desentonaba con su cara, teñida por la sombra de ojos y blanquecina por la cogorza. Con los pantalones subidos cual pescador, la antigua princesa dormía audiblemente. Justo detrás reposaba otra princesa de la que no tuve conocimiento en la ida. Iba junto a un chico, su novio, un pobrecillo de cuidado. Dormían cabeza con cabeza, como dos enamorados que quizá se enamoraron en aquella misma noche. No era guapa, pero era sencilla y yo hombres de extremos que se estremece con la bravura de un despampanante toro de lidia y con la belleza humilde de una vaquilla que busca en un toro manso su mejor almohada.