Cráneos de cuencas vacías también observaban desde las estanterías. Geillis se lamió el labio inferior, jugoso como una baya, y con la mano libre se acunó un pecho. Lo acarició, lo apretó, marcándolo con las puntas de los deditos, y se agarró el erecto pezón para pellizcarlo. Tiritante del placer que se estaba regalando, movió las rodillas para que quedaran mirando al techo, separó algo más las piernas y extrajo el palo, brillante del flujo que le rezumaba del sexo. Jugueteó con el extremo de la escoba con los delicados pliegues de su vulva al ritmo de la danza de sus caderas.
—No —se instó Nathaniel.
Tocado por un rayo cargado de lascivia, cedió a la imperiosa necesidad de liberarse la verga. Retiró la levita a un lado, halló el camino y se desabotonó los breeches [1], desahogando así la pesadez revenada. Cuán egoísta era, cuán negra era su alma y, pese a martirizarse, la necesidad le podía más. Rozó la estrechísima abertura de la uretra y deslizó los dedos por la carnosa elevación hasta la cuna erigida por los testículos.
Ella ladeó la cabeza, revelando la inusual blancura de los dientes, que se hincó en el antebrazo, a la altura del hombro, a la par que, de nuevo, impelía el palo de la escoba en su interior, ganando unos centímetros de una sola estocada. El sexo le gorjeó, empapado, y los pechos le rebotaron, creando una imagen exquisita.
A efectos prácticos, Nathaniel era todo un hombre, joven y todavía algo papanatas, pero un hombre, al fin y al cabo. Sofocado, exprimió bajo la palma la empuñadura de su erección y subió por ella, acariciándola, procurándose un ritmo diligente.

Geillis sentía que no era suficiente, necesitaba, precisaba más. Continuó empujando la escoba en su interior y, al mismo tiempo, deslizó la mano del pecho hasta el cóncavo vientre, giró alrededor del ombligo y aterrizó en el poblado monte de Venus. Jugueteó con los tirabuzones pelirrojos y, de cuajo, extrajo la escoba de su anhelante recoveco. El musculado agujero protestó emitiendo un sonido tragón que embriagó el ambiente junto al abrumador aroma de apetito carnal. Revoloteó las pestañas como dos mariposas, expirando los últimos aleteos, y, envalentonada por la necesidad, viró sobre su panza. Se colocó a cuatro patas y, a tientas con la zurda, prendió una vez más la escoba. Acomodada en la nueva posición, se apañó para colocar la madera entre sus aterciopelados pliegues.
«Brupbrupbrup», canturreó el contenido hirviente del pequeño caldero. Aquello era demasiado para la mente de un pobre rapaz como Nathaniel, asfixiado de un deseo que hasta le tenía las mejillas enrojecidas; barboteó, apresurando las caricias en su verga llorosa de líquido preseminal. Que el buen Dios lo perdonara. «O no», oyó a una vocecilla femenina hablando en el abisal interior de su mente. Sin embargo, la necesidad era tal que siguió masturbándose.
Geillis gimió con la boca muy abierta y de ella manó un cristalino hilo de saliva que compuso un largo collar de perlas por encima de sus bamboleantes pechos. Arañó el suelo con las uñas de la mano diestra y arqueó la espalda, más animal que humana. Un temblor aguzado le aguijoneó los muslos, emisario del orgasmo que, segundos después, le lloró bullicioso del sexo que seguía, sin cesar, siendo penetrado por el palo de escoba.
Nathaniel murmulló algo inteligible y se dobló cual brote verde. Cerró los ojos entelados de pasión y el clímax salió de su verga a grandes y blancos cáñamos, mancillándole los puños de la camisa y levita, nevándole en los zapatos de punta redonda y decorados con hebillas.
La calma cayó sobre el alboroto, aniquilándolo, o, tal vez, no.
La risa de Geillis reverberó; vació su sexo del palo de escoba y, calada en sus jugos, giró en el suelo hasta colocarse panza arriba como un gatito ronroneante. Miró hacia arriba, hacia Nathaniel, y extendió las manos enaltecidas de poder quiromántico.
—¿Quieres volar, muchacho?—Su voz poseía un fuerte acento escocés que emborrachaba cada palabra, y un mágico halo violáceo le bailaba cercano a la verdosa pupila.
Autora: Andrea Acosta. Texto corregido por Silvia Barbeito.